Alfa es la primera novela de la trilogía El Orden Divino. Homoerótica y dominación se aúnan en una saga de fantasía épica, donde humanos y Ángeles sirven a los Dioses, dueños y señores del Universo.
Este lunes estaba pasando mucho más rápido de lo habitual. Estaba ya en el Gimnasio, justo antes del almuerzo y a punto de hacer su ejercicio de anillas cuando en la clase se formó un pequeño revuelo. Dante, Leikos y Aleix, tres Demigods de su curso, habían entrado y estaban hablando con el Profesor. Luego se sentaron en las gradas. ¿Se iban a quedar observando? Esto era nuevo. El chico trató no pensar en ellos y concentrarse en su ejercicio. Le ayudaron a subir a las anillas, un par de posiciones rápidas y decidió hacer una salida más sencilla de la que tenía planeada. Le pareció que con tan distinguida audiencia quizá no era momento de exhibirse ni destacar.
La lección continuó, con otros comunes haciendo sus ejercicios y cuando finalizó la clase los estudiantes se dispusieron a salir para ir a los vestuarios a cambiarse.
— ¡Lawrence! Ven aquí.
El chico paró en seco, tragó saliva y fue a encontrarse con los Demigods, arrodillándose al llegar frente a ellos. Los demás humanos se marcharon, dejándoles a solas.
— Has hecho un ejercicio decente, común, pero demasiado rápido, ¿qué prisas tenías? Nos hemos quedado con ganas de más. Vuelve a las anillas —ordenó Dante.
— Sí, Señor. Voy a necesitar ayuda para subir, Señor.
— Yo te ayudo —dijo Leikos, poniéndose en pie.
Ciel le había avisado que se mantuviera alejado de él. Y de Dante. Bueno, por ahora esa orden no la iba a poder cumplir…
— Muchas gracias, Señor.
Se aplicó la tiza antes de empezar y el Demigod le sujetó por la cadera y le subió sin dificultad hasta alcanzar las anillas.
— Queremos movimientos lentos y controlados, común. Te vamos a ordenar lo que tienes que hacer y te mantienes en posición hasta que te digamos cual será el siguiente ejercicio.
— Sí, Señor.
Lawrence no las tenía todas consigo. No se le daba mal la Gimnasia, era fuerte y estaba en forma, pero las anillas eran el aparato más complicado para él. Una cosa era aguantar dos o tres posiciones un par de segundos y otra tener que entretener a tres Demigods engreídos por quién sabe cuánto tiempo.
— Cruz.
Lawrence buscó la posición, tronco recto, perpendicular al suelo y los brazos extendidos perpendiculares al cuerpo. Uno, dos, tres… Contó los segundos mentalmente mientras trataba de que las anillas no temblaran. Ocho, nueve, diez…
— Invertida —dijo Dante.
Lawrence cuidó mucho los movimientos para no balancearse. Subió las piernas, con el cuerpo en vertical y los brazos de nuevo extendidos en perpendicular. Uno, dos, tres… Y mantuvo la posición mientras que los Demigods le observaban. Los brazos iban a fallarle pronto, estaba seguro, no podía más. Era demasiado. Trece, catorce, quince…
— L-sit.
No iba a poder, estaba ya al límite.
Las anillas empezaron a balancearse más de lo que deberían. Lawrence giró el cuerpo y ya no pudo mantenerse en tensión. Se quedó colgado de los brazos, dispuesto a rendirse y que fuera lo que los Demigods quisieran después. Pero en ese momento vio a Ciel aparecer por la puerta, detrás de las gradas. Con una señal clara, negando con la cabeza y una mirada que no admitía desobediencia le prohibió abandonar. El chico sacó fuerzas de dónde no había y subió su cuerpo por encima de las manos con las piernas en horizontal y el tronco en un ángulo perfecto de noventa grados. Con la vista clavada en su Señor.
— Puedes bajar, común —dijo Leikos a los veinte segundos.
Lawrence bajó sin filigranas, pero se clavó en el suelo. Sus brazos parecían de gelatina. Miró a la puerta de soslayo y ya no había nadie, Ciel se había ido.
Inmediatamente dio unos pasos en dirección a las gradas y se arrodilló frente a los Demigods.
Los tres bajaron y lo rodearon. Tenía que admitir que la situación era ligeramente inquietante, pero estaban en el Gimnasio, a plena luz del día. Tendría que haber un límite a lo que le podían hacer aquí… ¿no?
Dante le sujetó de la cabeza con una mano y le levantó en el aire como si fuera un muñeco de trapo.
— Muy justito ese último ejercicio, gusano — dijo arrojándolo a un lado sin escrúpulos y golpeándolo contra el suelo. Pero en vez de
quedarse tirado y temeroso, Lawrence gateó hasta volverse a colocar de rodillas ante los Dioses, con las manos a la espalda y la vista baja.
— Entiendo por qué se lo folló Ciel. Sabe comportarse.
— Menuda novedad, lo mismo es el primero —dijo Leikos.
— Yo me conformo con que no sea la mitad de patético que el resto de los suyos —añadió Aleix.
— Desnúdate, gusano.
Lawrence obedeció. Con serenidad, se despojó del atuendo de gimnasia, exponiéndose desnudo y permaneciendo de rodillas.
Dante dio la vuelta y le sujetó firmemente ambas muñecas en la espalda con una mano y sin soltar su presa, empujó hasta que la cara de Lawrence quedó pegada al suelo.
Leikos abrió una caja de terciopelo, y sacó de ella una cadena de dos esferas, la primera de seis centímetros de diámetro y la segunda de ocho y rematadas con una anilla.
— Relájate, cachorrito.
Lo único que podía hacer, y además lo más prudente, era obedecer.
— Verás gusano, si hubieras hecho el ejercicio correctamente te habríamos lubricado y dilatado —dijo Dante—. Pero has dudado en la última postura. Desobedeciste y te relajaste. Eso es inaceptable. Aunque al final mostraste algo de sensatez. Así que vamos a lubricarte después de todo.
— Gracias, Señores —dijo Lawrence, evocando sus días de entrega fingida por interés. En este caso, le interesaba mucho su integridad física y salir lo mejor parado posible del encuentro. Al fin y al cabo, ni siquiera sabía con qué lo iban a sodomizar.
Dante le seguía sujetando por las muñecas, mientras le presionaba contra el suelo y Leikos se acercó después de embadurnar las esferas con un gel lubricante.
Lawrence pudo sentir el frío y la humedad cuando el Demigod la colocó en posición. Todavía no sabía qué era. Pensó que tardaría más, que, de algún modo, fuera lo que fuera lo que le iban a hacer, tardaría un poco más. Pero no. Fue casi instantáneo. Pasó del frío al dolor en dos segundos. Y no cualquier dolor, no. Lawrence sintió como si le hubieran partido por la mitad. Seguramente se habría movido, porque Dante lo volvió a colocar con firmeza en su sitio. Pero ni siquiera había sido consciente de ello.
— ¡Si vuelves a moverte, te voy a arrancar la piel del culo a latigazos!
Definitivamente, se había movido.
— Sí, Señor.
Una bola dentro, pero ahora sabía que había otra fuera. Estaba colocada entre sus nalgas. Sentía su tacto y su peso y cómo Leikos empezaba a manipularla. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo ya. Cerró los ojos para evadirse y salir de su propio cuerpo. Y, así, empezó a poder verse desde arriba. Se veía de rodillas, con la cabeza clavada en el suelo. Y Dante sujetándole los brazos cruzados en su espalda. Veía a Aleix de pie, riendo y a Leikos sosteniendo la bola con tres dedos y metiéndosela de un solo golpe en su maltrecho ano. También pudo ver cómo un hilo de sangre comenzaba a brotar de su agujero y fluía hacia abajo, goteando sobre el suelo entre sus piernas. Pero sin sentir nada, sin moverse ni emitir sonido alguno.
— Te las quitaremos mañana. Ni se te ocurra sacártelas tú antes, gusano.
Y después de la advertencia se marcharon riendo, dejándolo en el suelo del gimnasio. Ciel entró casi inmediatamente después de que ellos se fueran. Le ayudó a levantarse, lo envolvió con una manta, recogió su ropa y se lo llevó al vestuario.
Descubre la trilogía El Orden Divino
Alfa es la primera parte de la trilogía El Orden Divino. Una saga de fantasía épica, erótica, dominación y sumisión. Puedes descargarla a través de este enlace: El Orden Divino – Alfa
Descubre los otros dos libros de la trilogía: El Orden Divino – Beta y El Orden Divino – Gamma.
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