—Hola, pequeño.
—Hola, mi Dueña —contestas sobresaltado, quitándote los auriculares—. No os esperaba hasta esta noche.
No, no me esperabas. Lo sé. Lo decidí de repente. Era una pena tenerte en casa toda la mañana y no pasar a hacerte una visita.
Movido como por un resorte, te levantas de la silla para recibirme.
Te pones tan dulce cuando te arrodillas. No sé si lo sabes, pero siempre lo haces de la misma manera: primero se arrodilla tu mirada. Cae a plomo al suelo. Tu cuerpo la sigue, más despacio. Y sueltas un suspiro casi imperceptible al final. Un suspiro que sabe al alivio de estar en tu sitio, a quitarse la máscara que tienes que llevar a diario. Y a descanso.
Me acerco en silencio. Y me detengo justo delante de ti.
Inclinas la cabeza, despacio, hasta que tus labios rozan mi zapato, y lo besas con extrema dulzura.
—Gracias, Ama —murmuras, sin levantar la frente del suelo.
—¿Estás muy ocupado? —te pregunto, mientras miro distraídamente el monitor.
—Nada que no pueda esperar, mi Señora.
Sonrío. Sabía que esas serían tus palabras exactas, incluso antes de que las pronunciaras.
Me acerco a tu escritorio y me siento en tu silla. Tú permaneces postrado, con la frente en el suelo. No te moverás hasta que te de permiso para hacerlo.
Abro el cajón. Cualquier persona imaginaría que guardas el material de oficina ahí. Unos bolígrafos. Quizá un cuaderno, o folios. No te conocen. Al menos no esta… faceta…
Saco tu collar.
—Ven, tesoro.
Levantas la cabeza, y vienes hasta mí a cuatro. Tu mirada permanece anclada firme al piso. Respiras pesado, como si el aire estuviera hecho de plomo. No importa cuánto tiempo lleves siendo mío, siempre te cuesta respirar al verme. Me haces sentir única, me elevas y me haces flotar.
Te colocas a unos milímetros de mis manos. Estoy segura de que percibes el collar, que huele a cuero y tu entrega. Te veo cerrar los ojos cuando te rodeo con él.
Y ya está. Eres mío. Vaya, siempre lo eres. Pero con el collar, parece que aún lo sentimos más.
Sujeto la argolla y levanto tu cabeza. Estás precioso.
Abres los ojos y me miras tímidamente. Con una mirada rebosante de adoración. No se puede ser más tierno. Y ya sabes lo que me provoca tu ternura…
Te doy un bofetón que resuena en todo el despacho. Vuelves a cerrar los ojos. Y rozas mis dedos con tu mejilla.
—Gracias Ama.
—Hum… Estás demasiado vestido —te comento, mientras te agarro de la cintura—. Pero descuida que lo soluciono ahora mismo.
Desabrocho el pantalón sin dejar de observar esa carita roja. Y bajo la cremallera. La erección asoma tímidamente bajo la ropa.
—¿Ah, pero ya estás así?
—No he podido evitarlo, Ama.
Meto la mano entre la piel y los calzoncillos. Definitivamente duro.
Bajo el brazo aún más y te rodeo. Me caben en una sola mano.
—Mírame a los ojos, esclavo.
Obedeces. Obedeces y respiras. Poco más puedes hacer ahora mismo.
—Veinte. Cuenta.
Ya sabes lo que espera. Ya sabes lo que quiero.
Aprieto con fuerza, mientras empiezas a contar.
—Uno, dos, tres…
Intentas inclinarte sobre ti mismo.
—La espalda erguida.
—¡Sí, Ama! —contestas, poniéndote recto como una tabla— Siete, ocho, nueve…
Tu voz se quiebra. Estoy segura de que el dolor está subiendo rápidamente. Aprieto más fuerte, retuerzo. Ahogas una queja.
—Qui… quince, dieciséis…
—He dicho que la espalda erguida. No me obligues a azotarte, pequeño.
Te colocas casi derecho. Te ayudo a terminar de alinearte, tirando suave del collar con mi otra mano. Perfecto.
—Y veinte.
Suelto la presa. La erección ha desaparecido.
Sin dejar que te recuperes, te coloco tu anillo, tu jaulita y te encierro en el CB.
—Ya he solucionado el problemilla que creaste. ¿Soy buen Ama, o qué?
—La mejor. Muchas gracias, mi Señora.
—Las gracias se dan…
No he terminado la frase cuando ya estás lamiendo mis zapatos y agradeciendo de nuevo. Levanto mi pie y aplasto tu nuca. Gemido bajo mi pisada.
—Mejor así. ¿Empezamos?
Una señal y pones frente al escritorio. Recuestas tu pecho sobre la mesa y te bajo los pantalones y calzoncillos lo justo. Hoy no me voy ni a molestar en desvestirte. El acceso que necesito ya lo tengo, no quiero más. Y hay algo denigrante en un hombre con los pantalones medio bajados y el trasero asomando, que me hace sonreír.
Abro de nuevo el cajón y saco mi arnés.
Me lo pongo al otro lado del escritorio, sólo para mostrarte lo que voy a hacer contigo. Quiero que me veas con el strapon. Que me veas lubricarlo. Pasar mi mano por él. Prepararme, e ir a por ti.
Y me regalas la mirada más dócil que existe. La más entregada.
—¿Fácil o difícil, esclavo? —pregunto, pasando mi dedo por tu espalda.
—Difícil si así os place, mi Diosa. Hacedme gritar para vos, os lo ruego. Dejadme ofreceros mi dolor.
Asiento complacida. Mi pequeño sabe cómo alimentar mi lado sádico.
—Me parece bien. Difícil entonces. Vas a estar muy quietecito, ¿verdad mi niño?
—Sí, Ama.
—Separa tus nalgas. Voy a entrar.
Te abres, me facilitas el acceso y te muestras bien depilado. Justo como a mí me gusta.
Recuerdo cómo la primera vez te afeité yo misma. Y cómo te había resultado tremendamente humillante. Ahora se había convertido en un ritual placentero que hacías tú mismo. Siempre suave y preparado para tu Dueña.
Me coloco en la entrada. Nada de preliminares. Nada de dilatarte. Pero eso ya lo sabías cuando elegiste difícil…
—Aguanta para mí, esclavo.
Y comienzo a hundirme en ti.
Tensas los músculos inmediatamente. Voy despacio, pero el dolor comienza a hacer mella muy rápido. Te mueves del sitio y te doy un cachete con la mano para que te recoloques.
—Sé que duele. Y si no te relajas te va a doler más todavía —te aviso, sin parar de penetrarte.
Me clavo hasta el fondo. Hasta que mi cuerpo queda pegado al tuyo. Sigo notando tu tensión, incapaz de calmarte. Y casi puedo sentir tu dolor a través de mis dedos, que se aferran a tus caderas.
—Dime qué eres. Regálame el oído.
—Soy vuestro siervo y vuestro perro, Ama. Vuestro agujero. Lo que vos deseéis de mí en cada momento.
Tu voz suena forzada, pero sé que esa frase te ha centrado. Te conozco. Estás preparado.
Salgo y la vuelvo a clavar de un golpe seco, haciendo gritar a mi esclavo. Y comienzan las embestidas, rápidas y profundas, entre resuellos de dolor que me encanta escuchar.
Pero poco a poco tu respiración empieza a acompasarse a mis arremetidas. Los jadeos se hacen más plácidos. Te recolocas ligeramente, para que penetre aún más adentro. ¡Ah! Llegó finalmente el placer.
Te agarro por el collar y te obligo a levantarte de la mesa y arquear la espalda. Y te sigo follando, así. Rápido y duro. Que sientas bien que eres mío y que entro y salgo de ti cuando quiera.
Sólo se escuchan tus gemidos y los golpes secos de mi pelvis contra tus nalgas. Goteas. Puedo ver los hilos transparentes que van de la mesa a tu jaula. Y sonrío satisfecha. Me encanta que disfrutes cuando te tomo de esta manera. Y haces bien en gozarlo, porque va a ser el único placer que te permita.
Tiro aún más del collar y me clavo de nuevo hasta el fondo. Y me quedo quieta, bien dentro de ti.
—Creo que ya es suficiente —te susurro al oído—. Ya estás bien follado, ¿no crees?
Meto mi dedo índice en tu agujero también. Entra sin mucha dificultad, estás muy abierto. Sonrío de nuevo.
—Sí… ah… sí, Ama. Gracias.
—No me lo agradezcas y al suelo —ordeno, sacando mi dedo y limpiando el lubricante en tu ropa.
Te separas lentamente de mí, dejando que el dildo salga poco a poco y te deje vacío otra vez. Te tumbas sobre la alfombra. Y me esperas.
Sabes que llegaré, para seguir jugando con mi perro. El día no ha hecho más que comenzar.
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