Hoy me vais a dejar que os cuente la historia de una niña cualquiera. Todo figurado. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Esta niña vivía con sus abuelos. Podría haber sido porque sus padres la tuvieron demasiado jóvenes como para poder hacerse cargo de ella. O porque el padre prefiriera irse de juerga con los amigos antes que quedarse con la peque, y que la madre trabajara interna para ahorrar para un piso.
Sus abuelos no es que la cuidaran mucho. Pero le dejaban… vivir su vida, por decirlo de alguna manera. Le dieron las llaves de la casa con siete años, colgadas de una cadenita y ella iba y venía del cole. Solilla, como para todo lo demás. Eran otros tiempos, supongo. Pero aun así se tenía que escapar cuando no la veían las monjas, porque ellas decían que era muy pequeña para hacer el camino sola. Anteriormente se había quedado muchas veces en el colegio hasta que anochecía. Se olvidaban de recogerla.
Aun así no se podía quejar, tenía cama, ropa (barata) y comida (más barata). Sus abuelos tenían dinero, pero no era para ella. Ella había sido impuesta y demasiado que se hacían cargo. Eso sí, por algún motivo le dejaban todos los libros que pudiera leer, no van a ser todo dramas, que esto no es “La vendedora de cerillas”. Y aunque parezca raro, ella no se sentía mal. Quizá tuviera miedo al abandono y se sintiera desprotegida. Pero bueno, se apañaba bien. Aprendió a hacerlo. E intentaba ser buena, no darles motivos para dejarla tirada en el super.
Mientras, sus padres habían tenido otro hijo, pero la niña siguió viviendo con los abuelos durante unos años más y no parecían tener prisa, ni ellos ni ella.
Hasta que de repente, cuando la niña cumplió doce, todo cambió. Pasó a ser la muy aprovechable “hermana mayor”.
Y si hermana mayor estaba en casa, la mamá de esta historia podría trabajar hasta las tantas en su mal pagado mierda-trabajo, donde la tratan fatal, sin tener que preocuparse de hermano pequeño. Y es que es posible que el dinero hiciera muchísima falta, así que, si había que tragarse el orgullo y las lágrimas, pues se tragaban y ya está. Que serían otros tiempos, pero las cosas no han cambiado tanto.
El padre nunca estaba en casa, así que nos lo saltaremos en la historia.
Y la niña, que a partir de ahora llamaremos Hermana Mayor, se fue a vivir con su familia por fin.
Hermana Mayor era estupenda: quería mucho a Hermano Pequeño y le llevaba al parque los fines de semana. Le compraba chucherías en el kiosko. Le recogía del cole. Le hacía la merienda. Y la cena. Le duchaba. Le ayudaba con los deberes.
La mamá llegaba a casa agotada, de su mierda-trabajo.
Así que le decía a Hermana Mayor que limpiara la casa también.
Y a ver, Hermana Mayor tenía colegio, deberes, y que encargarse de todo lo referente a Hermano Pequeño. Las comidas. Y ahora la casa también.
La mamá estaba muy mal. El dinero escaseaba y ella soportaba mucha presión y muchos insultos. Así que empezó a desahogarse con Hermana Mayor.
Si se le olvidaba tender, le gritaban que era una mierda. Si cuando la mamá llegaba por la noche, quedaban platos por fregar, le gritaban que era una mierda. Si había cualquier problema, la mamá tiraba las cosas al suelo, rompiéndolas, más gritos y más “eres una mierda”.
El “eres una mierda” a gritos se convirtió en una constante. Y otros insultos. Y otros desprecios. Y otros abusos.
Hermana Mayor estaba cada día más hundida. Lloraba y deseaba no haber nacido nunca.
Hasta que un día, con trece años, mientras tendía en la azotea del edificio se dio cuenta que también le serviría estar muerta. Miró al suelo, desde arriba. Con esa altura, de siete plantas, se moriría seguro al caer. Y ya no tendría que preocuparse más. Ni sufrir, ni escuchar más insultos.
Pero sabía que no tenía valor.
Así que terminó de tender, cogió la cesta, las pinzas que quedaban y bajó a su piso.
La siguiente vez que subió, volvió a mirar al suelo.
Y la siguiente.
Un sábado los padres volvieron de la compra y la casa sí estaba limpia, pero la comida no estaba terminada. La mamá se puso echa una furia, así que Hermana Mayor se “escapó” de casa.
Pero ¿dónde iba a ir sin dinero? Vagó un poco por las calles, llorando. Y cuando se calmó empezó a volver a casa. Pero no quería ver a sus padres. Así que subió a la azotea.
Volvió a asomarse. Si sólo tuviera valor, se acabarían todos sus problemas.
Con algo de miedo, se sentó en lo alto del murete. De espaldas al vacío.
Hazlo, se decía.
Venga, hazlo ya.
Pero no, no era capaz.
Se dio la vuelta y dejó las piernas colgando por fuera.
Ya no se decía “hazlo”, solo miraba al suelo. Veía los coches aparcando, las familias entrando. Nadie se fijó en ella.
A veces lloraba en silencio. Y otras no hacía nada, solo clavar la vista en el vacío.
Se hizo de noche.
Era una cobarde y ahora tendría que volver a casa y le echarían otra bronca.
Se dio la vuelta y bajó. Bajó por las escaleras. Se quedó sentada entre dos plantas un buen rato, hasta que se armó de valor y entró en su casa.
Su familia se había acostado.
A partir de ese momento, cada vez que iba a tender, se sentaba en el murete, con las piernas por fuera. Lo mismo, en algún momento, se atrevería a hacerlo.
Un día su madre la recibió a gritos. Una vecina la había visto sentada en el borde de la azotea, con las piernas colgando al vacío. Y se lo había dicho.
Hermana Mayor se echó a llorar, le dijo que quería morirse y que no podía más.
La mamá le dijo que se dejara de tonterías, que sólo quería llamar la atención. Que si se quisiera matar ya lo habría hecho y que dejara de hacerla quedar mal con los vecinos.
Entonces compró unas cuerdas para que pudiera tender en la terraza del piso, que era sólo un primero, y le quitó la llave de la azotea.
Y así solucionó el tema.
Hermana Mayor aprendió una valiosa lección: sus problemas eran solo para ella y no se hablaba de suicidio, porque el que habla de suicidio es para llamar la atención y no porque esté destrozado y pida ayuda. Y si quería matarse, mejor hacerlo sin avisar a nadie.
Eran otros tiempos, eso ya no pasa ¿verdad?
Y aquí termina la historia que os quería contar. Muchas gracias por leerme.
P.D.
Al final Hermana Mayor no se suicidó. Pasó por otra depresión años más tarde y tuvo pensamientos suicidas de nuevo. Pero se encargó de tenerlos en secreto, por supuesto.
Ya de adulta le comentó a su padre que durante todo un año, su primer pensamiento de la mañana, sin poder evitarlo, era una imagen de sí misma metiendo una pistola por la boca y volándose la cabeza.
El padre se rio a carcajadas. Y contestó que menos mal que no tenían pistola.
2 Comments
Hablar de suicidio es querer conseguir protagonismo, y no pedir ayuda porque algo nos está destruyendo. Qué duro sentirse así y que cierto es que nuestra sociedad está especializada en mirar hacia otro lado e ignorar los problemas ajenos.
Dura infancia no es extraño que pensara en suicidarse.
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